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martes, 14 de junio de 2016

II Semana de la Musa - Canto a Licotheya - Parte 2

Segundo día de la semana. Ahora llegamos a la segunda parte de este canto que está resultando complicado de hacer pero que voy quedando satisfecho con el resultado. Esta segunda parte se centra en como se forjan las relaciones entre poeta y musa, pero desde la visión de Lictea más que del poeta. En como asume su nuevo papel y la encrucijada que ello conlleva.

Nota: Si alguien no sabe de dioses o términos de la mitología griega... pues para eso está Wikipedia (como remedio rápido) pero recomiendo a todo el mundo echar un vistazo a ese fascinante mundo.



CANTO A LICOTHEYA




Y así dijo el poeta, y la loba, complacida
se acercó a su cobijo diciéndole:
<< Bellas son tus palabras,
pero mi oído aún está insatisfecho,
cuéntame más historias mientras dura esta noche >>.
Y así mismo, ambos se conocieron,
contándose historias y quedando,
pues ambos estaban condenados a la oscuridad,
dormidos el uno con el otro
en cuanto el castigador sol asomara.
Diez días y diez noches pasaron de igual manera,
pues Lictea, la de ojos escarlata,
liberada de tareas divinas permanecía,
y no se planteaba por qué la presencia
del poeta la reconfortaba de tal manera,
que su pasado se le hacía lejano
como si de una fugaz estrella se tratara.
Aquel día viose al poeta de pluma en mano,
y la loba curiosa preguntó, pues,
ya era sabido y repetido,
que el poeta aquejaba de falta de creatividad.
<< Siempre confié mi pluma a las nueve ninfas,
no he venerado otras divinidades
a excepción de Posidón, soberano de mares
y que la tierra hace temblar, o Atenea,
la que porta la égida y acuña la sabiduría.
pero eran las nueve las que me dieron
y fueron las nueve las que me quitaron.
¡Pero es grandiosa mi olvidada Artemís!
Pues a mí me ha traído este presente
que es tu compañía.
Si las musas inspiran bajo las faldas
brillantes de Apolo de dorados rizos,
tú, mi divina Licotheya,
eres la décima musa,
la única capaz de inspirar a un poeta
en el suave manto de la oscuridad >>.
Y quedose entonces Lictea, la de plateado pelaje,
prendada de las palabras del poeta,
y en un gesto impulsivo maldijo su dolor,
pues servir a Artemís implicaba
la castidad como promesa.
Y maldijo dos y tres veces,
con la esperanza de que la vengativa
diosa de arco implacable,
no estuviera observando.
Pero no fue la implacable Artemís,
ni la justa Atenea, ni Zeus el que nubes reune,
aquellos que escucharon la súplica
de su afligido pecho,
fue la misteriosa Hécate,
en forma de perro negro de tres cabezas,
una de perra, una de león y otra de serpiente,
la que se le apareció diciéndole:
<< No temas, pues es mi señora,
Perséfone, a la que sirvo ahora,
la que ha conmovido tu historia.
vengo a concederte tu deseo,
si, asimismo, eres capaz de soportar el precio.
Una pregunta te concedo, loba divina,
antes de darme una respuesta >>.
Y Lictea, la loba que amaba a un hombre,
pensó cuidadosamente la pregunta,
pues de ella dependía, en última instancia,
la respuesta que daría:
<< Así sea entonces, Hécate, reina de fantasmas,
¿estoy siendo observada por los dioses? >>
Y respondió entonces la diosa extranjera,
con la danzante cabeza de serpiente:
<< Puedes estar tranquila, pues aparte de la que sirvo,
ningún dios olímpico observa,
o te ha observado en tu libertad >>.
Y pudo más la pasión que la razón,
y así Lictea aceptó las palabras
de la diosa oscura, madre de Escila,
guardiana de la brujería.
Una noche en forma humana le concedió,
una noche donde podría amar
al poeta que noche tras noche
embelesaba su delicado oído.
Transfórmese entonces en bella mujer,
de larga cabellera rizada y piel plateada,
y de ojos rojos como dos rubís,
que prendaron al poeta al instante.
Y con más pasión que razón,
yacieron durante aquella noche,
olvidando por completo,
que no existía un mañana para ellos.
Y el poeta, embriagado por completo dijo:
<< No hay musa ni diosa,
ni Calíope ni Afrodita,
que puedan superarte en este momento,
ni como amante ni como musa >>.
Y aquellas palabras fueron fuertes y ligeras,
tan fuertes que llegaron al pecho de Lictea,
y al corazón de Gea que, conmovida,
llenó de vida la naturaleza que los rodeaba,
y llegaron al joven Libis, viento del suroeste,
que, conmovido, impulsó las bellas palabras
con el batir de sus alas, más allá
de donde en un principio debían llegar.
Y fue al oído de la musa Erato,
que tocaba su cítara para deleite
de mirtos y del amoroso Eros,
a la que llegaron, en claro desfortunio,

las palabras del poeta.

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