El
halcón blanco.
Durante los últimos años, la vida
de Rubén funcionaba con una exactitud digna del mejor relojero. Había alcanzado
la treintena de años y trabajaba como guardia de seguridad en aquel pequeño
parque zoológico desde hace cinco. Era el vigilante nocturno y era este horario
el que lo esclavizaba y marcaba la pauta de su existencia. Se acostaba a las
10:00 am, se levantaba a las 18:00, comía, veía la tele, se duchaba, se vestía
y a las 20:00 marchaba al trabajo. Son doce horas, de 21:00 a 9:00, ¡a la porra
la vida social si puedo llenar la nevera!
Como cada noche de trabajo,
procuraba terminar la ronda en el aviario. Ésta era una pequeña zona de amplias
cristaleras donde podían observarse los pájaros más exóticos en unas amplias
jaulas que intentaban imitar su hábitat natural con troncos y plantas. Y como
todo día laboral, la veterinaria Belén, una mujer atractiva y de larga melena
rizada de color rubio oscuro, visitaba con su pequeño hijo de ocho años a su
animal favorito del parque. Este era el mejor momento del día para Rubén, pues
desde que ella se divorciara unos años atrás, la comunicación entre ellos había
aumentado.
- ¡Buenos días Rubén! Otra noche
más no ha dejado que ningún animal se escape – dijo Belén siempre simpática y
alegre.
- ¡Buenos días guardia de los
animales! – dijo efusivo el pequeño Teo, que ya había cogido cierto cariño a
Rubén.
El guardia, con gesto amable y
amplia sonrisa, los recibió como cada mañana y como cada mañana volvió a pensar
en lo desafortunado que era aquel niño tan simpático por tener la carga de
llamarse Teodófilo por una estúpida tradición familiar.
Los tres siempre hablaban enfrente
del cristal del mismo animal, un hermoso y único halcón blanco. Una especie hermosa
de blanco puro en sus plumas con una corona de plumas doradas en su cuello y
ojos azules que en todo momento parecían vigilar y entender lo más profundo del
alma. Tanto Rubén como Belén y Teo admiraban aquella majestuosidad que
desprendía la extraña ave.
El encuentro nunca duraba más de
diez minutos aun con las insistencias del pequeño para quedarse en el zoo y no
ir al colegio.
Una de las noches de trabajo, Rubén
decidió darle un impulso a tantas inquietudes que tenia en la cabeza. Los
animales dormían en silencio en aquella madrugada y sólo aquel halcón blanco,
que parecía no hacerlo nunca, mostraba interés en observar al inquieto y
pensativo vigilante.
Rubén se paró justo en su vitrina y
empezó a hablar con el animal, convirtiéndolo así en su confidente. Por un
momento, el hombre se compadeció de si mismo, pues por su carácter introvertido
le costaba demasiado relacionarse con los humanos y ahora se veía relegado a
que un “pájaro” fuera el único dispuesto a escucharle.
Le habló de su soledad, de su
cobardía para invitar a Belén a cenar o a un miserable café, de cómo era
incapaz de pedir un horario decente a su jefe por miedo a quedarse sin trabajo.
En cada una de sus lamentaciones, el halcón torcía la cabeza y lo miraba con
sus intensos ojos azules.
Rubén suspiró mientras apoyaba su
espalda contra el cristal.
“Sácame…”- dijo una voz, una voz de
mujer.
Abrió los ojos sorprendido, y miró
hacia ambos lados de la estancia buscando a la persona que había hablado. Pero
no vio a nadie. Encendió la linterna que llevaba en el cinturón y se fue
caminado, un poco asustado, buscando y buscando, pero no parecía haber alguien.
“Sácame” -volvió a escuchar.
Iluminó los oscuros pasillos y las
cristaleras en donde ni siquiera las aves, durmientes y escondidas, se movían o
emitían algún tipo de ruido. Ninguna, a excepción del halcón blanco, que lo
miraba fijamente, siempre atento, siempre despierto.
Asustado, salió del aviario y
patrulló el resto del parque sin encontrar ningún rastro y sin volver a
escuchar aquella voz. Aquel asunto le impidió encontrarse aquella mañana con
Belén y el pequeño Teo, se lamentó por ello y volvió ya más tranquilo a casa,
aunque cuando intentó conciliar el sueño, el recuerdo de la voz no le dejó
descansar.
La noche siguiente, justo antes de llegar
a la zona del aviario, sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo, como
una advertencia de su subconsciente. Pero Rubén era un vigilante ya con
experiencia a pesar de su juventud, sabía que el trabajo nocturno y solitario
que tenía desgastaba mucho tanto física como psicológicamente y por desgracia,
también en el ámbito social. Puede que ya pesaran sobre él tantas noches de
trabajo y la voz sólo fuera una mala broma fruto de su cansancio. Se auto
convenció, y entró en la tranquila pajarera.
<<Sácame>>
Lo escuchó. La voz estaba ahí. Otra
vez el timbre de una mujer. Pero en esta ocasión, mientras miraba los ojos del
halcón blanco cuya mirada penetraba en su retina, comprendió que la voz
provenía del singular animal.
- Acabo de alcanzar un grado elevado
de locura si veo tan claro que eres tú quien me habla…- dijo Rubén, una vez
recuperado de su asombro, riéndose, en cierta manera, de sí mismo.
<<Sácame…sácame…>>
- ¡Sácame,
sácame, sácame! Deja de repetir eso por favor, no puedo sacarte sin más
– Un poco resignado a que se había vuelto loco, se enfadó con el ave y movía la
cabeza de un lado a otro intentando comprender.
Rubén, respiró profundo, puso una
mano sobre el cristal y miró sus botas intentando relajarse.
<<Sácame…Rubén…>>
Había pronunciado su nombre, los
ojos del joven vigilante se abrieron y aquello tocó su alma, no podía ignorar
la voz que le pedía ayuda, era un hombre de buen corazón.
- Sé que me arrepentiré toda mi
vida de lo que voy hacer – se dijo a sí mismo mientras miraba el gran manojo de
llaves que colgaba de su cinturón.
Caminó hacia la parte trasera donde
se encontraba la zona de cuidadores, abrió la puerta con la llave, aunque los
vigilantes no entraban en las zonas de cuidadores tenían las llaves para
posibles emergencias. Se acercó a la jaula, y abrió el cristal, en la sala
reinaba el silencio absoluto.
En un instante, el vuelo del
halcón, que salió a toda velocidad, le sorprendió y tuvo que dar un salto hacia
atrás que le hizo caer sobre sus posaderas.
Se dolió un poco, pero se olvidó de
ello instantáneamente cuando observó que el halcón había escapado por la puerta
que había dejado abierta. << ¡Tonto, tonto, tonto!>>, se repetía en
su cabeza.
Cuando salió del cobertizo, escuchó
un ruido que provenía de la sala pública del aviario. Encendió la linterna y
caminó esperando encontrar al valioso animal parado y tranquilo. Si salía a
cielo abierto, perdería algo más que su trabajo.
Estupefacto, sorprendido, absorbido
e inmovilizado por la sorpresa, así estaba Rubén cuando contempló lo increíble.
El mágico animal se transformaba
delante de sus ojos abiertos en extremo. Crecía hasta adoptar la figura de una
mujer desnuda, de cabellos dorados tan relucientes que brillaban sin la
necesidad de una luz, de ojos azules claros como un lago en el solsticio de
verano y con una figura digna de despertar la ira de la celosa diosa Afrodita.
Ella le miró y dibujó una tímida
sonrisa mientras se acercaba lentamente hasta ponerse a la altura del
vigilante.
Rubén no se había movido, ni
siquiera parpadeado, hasta que despertó de su limbo y sintió como la suave y
fría mano de la mujer más bella que jamás había contemplado, agarraba la suya
finamente por los dedos índice y corazón.
Despacio, aquellos topacios que
tenía por ojos se clavaron en los suyos y con una débil sujeción de sus dedos,
que parecían cadenas arrastradas por un tranvía, lo condujo hacia uno de los
bancos para los visitantes, justo enfrente de la cristalera donde todas las
noches se encontraba el halcón blanco.
Se sentaron en silencio, un silencio
que duró toda la noche y que terminó cuando la hermosa joven volvía a
transformarse en la majestuosa ave.
¿Qué había sucedido? Las horas
apenas fueron un parpadeo, su corazón latía con fuerza y su mente estaba
nublada, embrujada… se sentía desnudo y aterrado. Se había enamorado de la
perfección.
Aquella mañana no vio a Belén ni al
pequeño Teo, posiblemente ya no los volvería a ver.
No pudo dormir, continuamente
imaginaba aquellos ojos, aquel cuerpo frío, suave y perfecto. Ya no importaba
su soledad, Belén o su vida misma, quería volver a la oscuridad de su trabajo
para ver otra vez aquella luz que daba significado a su vida. Rubén se olvido
de sí mismo.
La volvió a ver, no sólo la noche
siguiente, si no todas las noches a partir de ese día.
<<Sácame…>> escuchaba
cada vez que entraba en el aviario y caía la más absoluta oscuridad. Él vivía
desde entonces para aquellas pocas horas que terminaban con un fuerte dolor en
el pecho con los primeros rayos del sol.
- Solo tú puedes oírme…gracias… -
dijo, en una de aquellas noches, la bella mujer con una tímida sonrisa que le
hacía, a los ojos de Rubén, aún más irresistible.
El joven vigilante sentía como si
su alma dejara su cuerpo, como si de repente alcanzara el paraíso o el nirvana,
la paz absoluta rellena de una alegría ilimitada le desbordaba. Aunque bien es
cierto que apenas conseguía mantener una conversación. Le preguntaba muchas
cosas pero apenas respondía alguna, pues la hermosa mujer de ojos azules y
cabellos dorados había vivido cientos de años encerrada en el cuerpo del ave y
había olvidado incluso su nombre.
Pasaron doce días desde la primera
vez que la vio y a Rubén le parecía más difícil cada vez resistir ser absorbido
por la profundidad de aquel azul que poseía el mirar de la hermosa joven.
Fue cuando intentó besarla que la
expresión de la joven, siempre tímida y complacida, cambió bruscamente por el
sufrimiento y le apartó a tiempo el rostro, esquivando los labios del guarda.
- ¿Por qué? Estoy enamorado de ti,
lo sentí desde la primera vez que te vi, desde aquella vez mi vida te
pertenece. – Dijo sintiéndose culpable.
La mujer halcón volvió a mirarlo y
éste sintió un escalofrío desde la nuca hasta el final de la espalda. Ella le
cogió ambas manos y se las acercó a su pecho desnudo, entonces, por primera vez
la hermosa mujer habló con soltura.
- Dices que harás lo que sea por
mí, pero yo no puedo hacer nada por ti, soy un ser maldito y tú un hombre de
bondadoso corazón, dime ¿qué podría hacer tu amor para romper mi dolorosa
maldición? – dijo con ojos de desafiante acero azul y gesto frío.
- Cuéntame y prometo que lo que
siento por ti será más grande y fuerte que cualquier maldición de este mundo –
se armó de valor Rubén, que estaba orgulloso de sus palabras decididas.
Ella entonces, con un aire de melancolía
y una extraña sonrisa torcida como si esperara este momento, le contó su
trágica historia:
“…en un tiempo lejano, de fecha
desconocida, nació la mujer más hermosa que los ojos del hombre habían
conocido. Tal era ésta, que cuando alcanzó la edad adulta y siendo hija de una
noble familia, los pretendientes que visitaban la lujosa casa se contaban por
centenas. Su belleza sin parangón traspaso las fronteras del pueblo, del país,
incluso del continente. Era así de grande la leyenda de la belleza caucásica
más perfecta jamás concebida.
Pero la joven, presa de su aspecto,
pasaba los días encerrada en una habitación a la espera de un hombre capaz de
escuchar las palabras que salían de su corazón y no de sus labios. Por eso
siempre mantuvo el silencio, rechazando a todo hombre con una tímida y hermosa
sonrisa.
Pasado el tiempo, para su padre, al
borde de la locura debido a que lo que en principio vio como una bendición y la
posibilidad de arreglar un buen matrimonio que favoreciera a la familia, esto se
transformó en una pesadilla por el eterno encierro de su hija y su
imposibilidad de obligarla a casarse. Ya eran muchos los nobles e incluso reyes
que salían más que disgustados de su casa.
El padre, desesperado, imploró
ayuda a los dioses, lejanos o cercanos, únicos o plurales, cualquier dios le
valía si en su ayuda acudía.
Y para su sorpresa, este dios
apareció.
La divinidad, que jamás dio su
nombre, había también escuchado la historia de una mujer de constitución
perfecta, una belleza más cercana a la de una diosa que a la una simple mortal.
Escuchando las súplicas del padre, aprovechó la oportunidad de ver si los
rumores realmente eran ciertos u otra mera exageración propia de los hombres.
Para su sorpresa, las expectativas
se superaron, no sólo era hermosa, si no que estaba por encima de toda diosa,
ninfa, o musa conocida. El dios no tuvo más opción que enamorarse de la joven.
A diferencia de los demás hombres,
el dios escuchaba claramente el corazón de la joven.
<<Sácame de aquí, sácame de
esta vida>>, suplicaba.
Sin embargo, algo observó el dios y
supo en ese instante que su amor junto a la joven no seria eterno, pero por ese
mismo amor a aquella mujer, le concedió su deseo.
Sería libre, sería el más bello ser
de la tierra por toda la eternidad y sería admirada por todos aquellos ojos que
la observaran, pero con la condición, de que jamás podría amar a ningún ser
humano.
La joven aceptó, pues aunque no
podía imaginar el futuro que le ofrecía, todo era mejor que el presente que
tenía…”
Rubén, que había escuchado la
historia atentamente, maldecía al mismo tiempo que agradecía a aquel dios por
conocer a aquella mujer. Debía reaccionar a tiempo, se obligó a sí mismo a
convencer a la mujer halcón de que su amor era verdadero y de que la sacaría de
su eterna soledad como ella le había sacado a él. Acercó su mano a la mejilla
cálida de la joven y la miró con ojos rebosantes de confianza.
- Buscaré a ese dios, o encontraré
a cualquier otro dios si con ello puedo ayudarte, si no puedes amar a ningún
ser humano, por ti que me convertiría en cualquier otro animal para estar por
siempre a tu lado.
La mujer halcón tocó con fuerza la
mano de Rubén en su mejilla, sonrió tímidamente y con su otra mano le acarició
el rostro.
- ¿Tan grande es tu amor que harías
eso por mí? – preguntó la hermosa joven.
- Lo haría todo por ti – respondió
convencido.
Entonces, en aquel instante se
fundieron en un beso. Al principio fue una sorpresa para Rubén, luego, se dejó
llevar por el mayor sentimiento que había tenido jamás, cerrando los ojos,
invadido por la oscuridad, sintiendo como su alma dejaba su cuerpo mortal y
cambiaba para siempre.
Belén como cada día laboral,
llevaba a su hijo a visitar el parque. Hacía tiempo que no veía a Rubén, el
vigilante, y eso le ponía un poco triste, pues lo cierto era que hacía tiempo
que esperaba que la invitara a salir. Desde su divorcio, no había conocido
ningún hombre más amable que él y en cierta manera, incluso el pequeño Teo le
echaba de menos.
- ¡Mamá, mamá! Tienes que ver
esto…- decía su hijo arrastrándola de la mano mientras se había quedado unos
nuevos carteles en la entrada del aviario.
- ¿Qué es lo que ocurre cariño? –
dijo dejándose llevar por el entusiasmo del niño.
Cuando llegaron hasta la cristalera
del halcón blanco, el niño le señaló con el dedo.
- ¡Mira mamá! Ahora el halcón tiene
novio, mira como se dan besitos, ¡mira! – el pequeño Teo estaba realmente
entusiasmado.
- Qué curioso, no me han avisado
que le pondrían pareja…- Entonces Belén vio como en la acristalada pajarera se
movían dos halcones, el blanco y cerca de él, otro halcón de color pardo y más
pequeño.
Belén sonrió ante el entusiasmo del
niño y se acercó un poco más para ver lo que su hijo decía que eran besos ya
que las aves estaban muy juntas y al fondo de la jaula.
- Qué extraño…- dijo Belén
torciendo la cabeza – esos no parecen besos…diría que se lo está comi… ¡No
mires más cariño! – Se exaltó Belén tapándole los ojos a su hijo.
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