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jueves, 3 de julio de 2014

Cuento: El Halcón Blanco

                                                El halcón blanco.



Durante los últimos años, la vida de Rubén funcionaba con una exactitud digna del mejor relojero. Había alcanzado la treintena de años y trabajaba como guardia de seguridad en aquel pequeño parque zoológico desde hace cinco. Era el vigilante nocturno y era este horario el que lo esclavizaba y marcaba la pauta de su existencia. Se acostaba a las 10:00 am, se levantaba a las 18:00, comía, veía la tele, se duchaba, se vestía y a las 20:00 marchaba al trabajo. Son doce horas, de 21:00 a 9:00, ¡a la porra la vida social si puedo llenar la nevera!

Como cada noche de trabajo, procuraba terminar la ronda en el aviario. Ésta era una pequeña zona de amplias cristaleras donde podían observarse los pájaros más exóticos en unas amplias jaulas que intentaban imitar su hábitat natural con troncos y plantas. Y como todo día laboral, la veterinaria Belén, una mujer atractiva y de larga melena rizada de color rubio oscuro, visitaba con su pequeño hijo de ocho años a su animal favorito del parque. Este era el mejor momento del día para Rubén, pues desde que ella se divorciara unos años atrás, la comunicación entre ellos había aumentado.

- ¡Buenos días Rubén! Otra noche más no ha dejado que ningún animal se escape – dijo Belén siempre simpática y alegre.

- ¡Buenos días guardia de los animales! – dijo efusivo el pequeño Teo, que ya había cogido cierto cariño a Rubén.

El guardia, con gesto amable y amplia sonrisa, los recibió como cada mañana y como cada mañana volvió a pensar en lo desafortunado que era aquel niño tan simpático por tener la carga de llamarse Teodófilo por una estúpida tradición familiar.

Los tres siempre hablaban enfrente del cristal del mismo animal, un hermoso y único halcón blanco. Una especie hermosa de blanco puro en sus plumas con una corona de plumas doradas en su cuello y ojos azules que en todo momento parecían vigilar y entender lo más profundo del alma. Tanto Rubén como Belén y Teo admiraban aquella majestuosidad que desprendía la extraña ave.
El encuentro nunca duraba más de diez minutos aun con las insistencias del pequeño para quedarse en el zoo y no ir al colegio.

Una de las noches de trabajo, Rubén decidió darle un impulso a tantas inquietudes que tenia en la cabeza. Los animales dormían en silencio en aquella madrugada y sólo aquel halcón blanco, que parecía no hacerlo nunca, mostraba interés en observar al inquieto y pensativo vigilante.

Rubén se paró justo en su vitrina y empezó a hablar con el animal, convirtiéndolo así en su confidente. Por un momento, el hombre se compadeció de si mismo, pues por su carácter introvertido le costaba demasiado relacionarse con los humanos y ahora se veía relegado a que un “pájaro” fuera el único dispuesto a escucharle.

Le habló de su soledad, de su cobardía para invitar a Belén a cenar o a un miserable café, de cómo era incapaz de pedir un horario decente a su jefe por miedo a quedarse sin trabajo. En cada una de sus lamentaciones, el halcón torcía la cabeza y lo miraba con sus intensos ojos azules.
Rubén suspiró mientras apoyaba su espalda contra el cristal.

“Sácame…”- dijo una voz, una voz de mujer.

Abrió los ojos sorprendido, y miró hacia ambos lados de la estancia buscando a la persona que había hablado. Pero no vio a nadie. Encendió la linterna que llevaba en el cinturón y se fue caminado, un poco asustado, buscando y buscando, pero no parecía haber alguien.

“Sácame” -volvió a escuchar.

Iluminó los oscuros pasillos y las cristaleras en donde ni siquiera las aves, durmientes y escondidas, se movían o emitían algún tipo de ruido. Ninguna, a excepción del halcón blanco, que lo miraba fijamente, siempre atento, siempre despierto.

Asustado, salió del aviario y patrulló el resto del parque sin encontrar ningún rastro y sin volver a escuchar aquella voz. Aquel asunto le impidió encontrarse aquella mañana con Belén y el pequeño Teo, se lamentó por ello y volvió ya más tranquilo a casa, aunque cuando intentó conciliar el sueño, el recuerdo de la voz no le dejó descansar.

La noche siguiente, justo antes de llegar a la zona del aviario, sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo, como una advertencia de su subconsciente. Pero Rubén era un vigilante ya con experiencia a pesar de su juventud, sabía que el trabajo nocturno y solitario que tenía desgastaba mucho tanto física como psicológicamente y por desgracia, también en el ámbito social. Puede que ya pesaran sobre él tantas noches de trabajo y la voz sólo fuera una mala broma fruto de su cansancio. Se auto convenció, y entró en la tranquila pajarera.

<<Sácame>>

Lo escuchó. La voz estaba ahí. Otra vez el timbre de una mujer. Pero en esta ocasión, mientras miraba los ojos del halcón blanco cuya mirada penetraba en su retina, comprendió que la voz provenía del singular animal.

- Acabo de alcanzar un grado elevado de locura si veo tan claro que eres tú quien me habla…- dijo Rubén, una vez recuperado de su asombro, riéndose, en cierta manera, de sí mismo.

<<Sácame…sácame…>>

- ¡Sácame, sácame, sácame! Deja de repetir eso por favor, no puedo sacarte sin más – Un poco resignado a que se había vuelto loco, se enfadó con el ave y movía la cabeza de un lado a otro intentando comprender.
Rubén, respiró profundo, puso una mano sobre el cristal y miró sus botas intentando relajarse.

<<Sácame…Rubén…>>

Había pronunciado su nombre, los ojos del joven vigilante se abrieron y aquello tocó su alma, no podía ignorar la voz que le pedía ayuda, era un hombre de buen corazón.

- Sé que me arrepentiré toda mi vida de lo que voy hacer – se dijo a sí mismo mientras miraba el gran manojo de llaves que colgaba de su cinturón.

Caminó hacia la parte trasera donde se encontraba la zona de cuidadores, abrió la puerta con la llave, aunque los vigilantes no entraban en las zonas de cuidadores tenían las llaves para posibles emergencias. Se acercó a la jaula, y abrió el cristal, en la sala reinaba el silencio absoluto.

En un instante, el vuelo del halcón, que salió a toda velocidad, le sorprendió y tuvo que dar un salto hacia atrás que le hizo caer sobre sus posaderas.

Se dolió un poco, pero se olvidó de ello instantáneamente cuando observó que el halcón había escapado por la puerta que había dejado abierta. << ¡Tonto, tonto, tonto!>>, se repetía en su cabeza.

Cuando salió del cobertizo, escuchó un ruido que provenía de la sala pública del aviario. Encendió la linterna y caminó esperando encontrar al valioso animal parado y tranquilo. Si salía a cielo abierto, perdería algo más que su trabajo.

Estupefacto, sorprendido, absorbido e inmovilizado por la sorpresa, así estaba Rubén cuando contempló lo increíble.

El mágico animal se transformaba delante de sus ojos abiertos en extremo. Crecía hasta adoptar la figura de una mujer desnuda, de cabellos dorados tan relucientes que brillaban sin la necesidad de una luz, de ojos azules claros como un lago en el solsticio de verano y con una figura digna de despertar la ira de la celosa diosa Afrodita.

Ella le miró y dibujó una tímida sonrisa mientras se acercaba lentamente hasta ponerse a la altura del vigilante.

Rubén no se había movido, ni siquiera parpadeado, hasta que despertó de su limbo y sintió como la suave y fría mano de la mujer más bella que jamás había contemplado, agarraba la suya finamente por los dedos índice y corazón.

Despacio, aquellos topacios que tenía por ojos se clavaron en los suyos y con una débil sujeción de sus dedos, que parecían cadenas arrastradas por un tranvía, lo condujo hacia uno de los bancos para los visitantes, justo enfrente de la cristalera donde todas las noches se encontraba el halcón blanco.
Se sentaron en silencio, un silencio que duró toda la noche y que terminó cuando la hermosa joven volvía a transformarse en la majestuosa ave.

¿Qué había sucedido? Las horas apenas fueron un parpadeo, su corazón latía con fuerza y su mente estaba nublada, embrujada… se sentía desnudo y aterrado. Se había enamorado de la perfección.

Aquella mañana no vio a Belén ni al pequeño Teo, posiblemente ya no los volvería a ver.

No pudo dormir, continuamente imaginaba aquellos ojos, aquel cuerpo frío, suave y perfecto. Ya no importaba su soledad, Belén o su vida misma, quería volver a la oscuridad de su trabajo para ver otra vez aquella luz que daba significado a su vida. Rubén se olvido de sí mismo.

La volvió a ver, no sólo la noche siguiente, si no todas las noches a partir de ese día.

<<Sácame…>> escuchaba cada vez que entraba en el aviario y caía la más absoluta oscuridad. Él vivía desde entonces para aquellas pocas horas que terminaban con un fuerte dolor en el pecho con los primeros rayos del sol.

- Solo tú puedes oírme…gracias… - dijo, en una de aquellas noches, la bella mujer con una tímida sonrisa que le hacía, a los ojos de Rubén, aún más irresistible.

El joven vigilante sentía como si su alma dejara su cuerpo, como si de repente alcanzara el paraíso o el nirvana, la paz absoluta rellena de una alegría ilimitada le desbordaba. Aunque bien es cierto que apenas conseguía mantener una conversación. Le preguntaba muchas cosas pero apenas respondía alguna, pues la hermosa mujer de ojos azules y cabellos dorados había vivido cientos de años encerrada en el cuerpo del ave y había olvidado incluso su nombre.

Pasaron doce días desde la primera vez que la vio y a Rubén le parecía más difícil cada vez resistir ser absorbido por la profundidad de aquel azul que poseía el mirar de la hermosa joven.

Fue cuando intentó besarla que la expresión de la joven, siempre tímida y complacida, cambió bruscamente por el sufrimiento y le apartó a tiempo el rostro, esquivando los labios del guarda.

- ¿Por qué? Estoy enamorado de ti, lo sentí desde la primera vez que te vi, desde aquella vez mi vida te pertenece. – Dijo sintiéndose culpable.

La mujer halcón volvió a mirarlo y éste sintió un escalofrío desde la nuca hasta el final de la espalda. Ella le cogió ambas manos y se las acercó a su pecho desnudo, entonces, por primera vez la hermosa mujer habló con soltura.

- Dices que harás lo que sea por mí, pero yo no puedo hacer nada por ti, soy un ser maldito y tú un hombre de bondadoso corazón, dime ¿qué podría hacer tu amor para romper mi dolorosa maldición? – dijo con ojos de desafiante acero azul y gesto frío.

- Cuéntame y prometo que lo que siento por ti será más grande y fuerte que cualquier maldición de este mundo – se armó de valor Rubén, que estaba orgulloso de sus palabras decididas.

Ella entonces, con un aire de melancolía y una extraña sonrisa torcida como si esperara este momento, le contó su trágica historia:

“…en un tiempo lejano, de fecha desconocida, nació la mujer más hermosa que los ojos del hombre habían conocido. Tal era ésta, que cuando alcanzó la edad adulta y siendo hija de una noble familia, los pretendientes que visitaban la lujosa casa se contaban por centenas. Su belleza sin parangón traspaso las fronteras del pueblo, del país, incluso del continente. Era así de grande la leyenda de la belleza caucásica más perfecta jamás concebida.
Pero la joven, presa de su aspecto, pasaba los días encerrada en una habitación a la espera de un hombre capaz de escuchar las palabras que salían de su corazón y no de sus labios. Por eso siempre mantuvo el silencio, rechazando a todo hombre con una tímida y hermosa sonrisa.

Pasado el tiempo, para su padre, al borde de la locura debido a que lo que en principio vio como una bendición y la posibilidad de arreglar un buen matrimonio que favoreciera a la familia, esto se transformó en una pesadilla por el eterno encierro de su hija y su imposibilidad de obligarla a casarse. Ya eran muchos los nobles e incluso reyes que salían más que disgustados de su casa.

El padre, desesperado, imploró ayuda a los dioses, lejanos o cercanos, únicos o plurales, cualquier dios le valía si en su ayuda acudía.

Y para su sorpresa, este dios apareció.

La divinidad, que jamás dio su nombre, había también escuchado la historia de una mujer de constitución perfecta, una belleza más cercana a la de una diosa que a la una simple mortal. Escuchando las súplicas del padre, aprovechó la oportunidad de ver si los rumores realmente eran ciertos u otra mera exageración propia de los hombres.

Para su sorpresa, las expectativas se superaron, no sólo era hermosa, si no que estaba por encima de toda diosa, ninfa, o musa conocida. El dios no tuvo más opción que enamorarse de la joven.
A diferencia de los demás hombres, el dios escuchaba claramente el corazón de la joven.

<<Sácame de aquí, sácame de esta vida>>, suplicaba.

Sin embargo, algo observó el dios y supo en ese instante que su amor junto a la joven no seria eterno, pero por ese mismo amor a aquella mujer, le concedió su deseo.

Sería libre, sería el más bello ser de la tierra por toda la eternidad y sería admirada por todos aquellos ojos que la observaran, pero con la condición, de que jamás podría amar a ningún ser humano.

La joven aceptó, pues aunque no podía imaginar el futuro que le ofrecía, todo era mejor que el presente que tenía…”

Rubén, que había escuchado la historia atentamente, maldecía al mismo tiempo que agradecía a aquel dios por conocer a aquella mujer. Debía reaccionar a tiempo, se obligó a sí mismo a convencer a la mujer halcón de que su amor era verdadero y de que la sacaría de su eterna soledad como ella le había sacado a él. Acercó su mano a la mejilla cálida de la joven y la miró con ojos rebosantes de confianza.

- Buscaré a ese dios, o encontraré a cualquier otro dios si con ello puedo ayudarte, si no puedes amar a ningún ser humano, por ti que me convertiría en cualquier otro animal para estar por siempre a tu lado.
La mujer halcón tocó con fuerza la mano de Rubén en su mejilla, sonrió tímidamente y con su otra mano le acarició el rostro.

- ¿Tan grande es tu amor que harías eso por mí? – preguntó la hermosa joven.

- Lo haría todo por ti – respondió convencido.

Entonces, en aquel instante se fundieron en un beso. Al principio fue una sorpresa para Rubén, luego, se dejó llevar por el mayor sentimiento que había tenido jamás, cerrando los ojos, invadido por la oscuridad, sintiendo como su alma dejaba su cuerpo mortal y cambiaba para siempre.

Belén como cada día laboral, llevaba a su hijo a visitar el parque. Hacía tiempo que no veía a Rubén, el vigilante, y eso le ponía un poco triste, pues lo cierto era que hacía tiempo que esperaba que la invitara a salir. Desde su divorcio, no había conocido ningún hombre más amable que él y en cierta manera, incluso el pequeño Teo le echaba de menos.

- ¡Mamá, mamá! Tienes que ver esto…- decía su hijo arrastrándola de la mano mientras se había quedado unos nuevos carteles en la entrada del aviario.

- ¿Qué es lo que ocurre cariño? – dijo dejándose llevar por el entusiasmo del niño.

Cuando llegaron hasta la cristalera del halcón blanco, el niño le señaló con el dedo.

- ¡Mira mamá! Ahora el halcón tiene novio, mira como se dan besitos, ¡mira! – el pequeño Teo estaba realmente entusiasmado.

- Qué curioso, no me han avisado que le pondrían pareja…- Entonces Belén vio como en la acristalada pajarera se movían dos halcones, el blanco y cerca de él, otro halcón de color pardo y más pequeño.

Belén sonrió ante el entusiasmo del niño y se acercó un poco más para ver lo que su hijo decía que eran besos ya que las aves estaban muy juntas y al fondo de la jaula.

- Qué extraño…- dijo Belén torciendo la cabeza – esos no parecen besos…diría que se lo está comi… ¡No mires más cariño! – Se exaltó Belén tapándole los ojos a su hijo.


 Pues el amor, de amor se alimenta.


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